sábado, febrero 26, 2005

La playa

Se quedó en la orilla. Con las zapatillas y los camales de los pantalones empapados. No tenía frío. Eran las seis de la tarde y el sol todavía iluminaba su rostro. Estaba inmóvil ante el mar, paralizado por su inalterable constancia. Idas y venidas rítmicas, casi melódicas, le tenían atrapado. Fascinado ante tanta dulzura y tranquilidad se dejó caer, hundiendo levemente sus rodillas en la arena húmeda. Estaba cansado y apenas podía moverse. La brisa acariciaba su cara y arrastraba sus lágrimas hacia el vacío. Unas lágrimas diminutas y discretas que zigzagueaban por sus mejillas hasta llegar al suelo en saltos acrobáticos desde las alturas de su barbilla. El mar se acercaba cada vez más a él, como atraído por su llanto. Las olas fueron atravesando su piel lentamente, mojando cada rincón de su alma, limpiando, acariciando su cuerpo. Cerró los ojos y siguió llorando, dejando que sus lágrimas hicieran el amor con las olas, perdieran el miedo y se marcharan con el mismo ritmo tranquilo con que habían llegado hasta él. No se movió durante horas. Allí, arrodillado ante la inmensidad de la calma, fue poco a poco absorbido por ella, tragado por las idas y venidas, sumergido hasta las profundidades del océano, mientras un adagietto sonaba en su memoria y le devolvía la paz y la coherencia que había estado esperando.