lunes, enero 31, 2005

La princesa y la doncella

En el "País de las Maravillas" ella era la princesita del cuento.

Sus padres le habían dado una buena educación para que el día de mañana pudiera seguir sus pasos. Se lo dieron todo y mucho más. No sé bien cuando empezaron a torcerse las cosas. No sé si decidió por voluntad propia abandonar los preceptos que ellos le habían inculcado o se vio arrastrada por alguna extraña fuerza a perderse en el egoísmo, el orgullo, el racismo, la arrogancia, la prepotencia y un sinfín de cualidades que la caracterizaban, pero el caso es que, fuere como fuere, las había aprendido muy bien, y en su país no lo sabían.

Un día, como todo hijo de vecino, tuvo que abandonar aquel cómodo lugar para formar parte del mundo real, para adentrarse en la jungla de asfalto que sería su hogar mientras siguiera estudiando. Conoció a todo tipo de personajes fantásticos, desde brujas con pelos de colores (a las que odió desde el primer día por feas), hermosas princesitas (a las que odió desde el primer día por guapas) y curiosos enanitos saltarines (a los que odió desde el primer día por bajitos), hasta hadas y elfos juguetones y simpáticos de todas las dimensiones y colores (a los que odió desde el primer día por ser diferentes a ella). Se encerraba en su fortaleza y sólo salía para alimentarse de almas gentiles y príncipes azules. Atacaba y pisoteaba a todo aquel que le llevara la contraria o no le hiciera los honores que ella merecía.

El primer año le fue bien. Los habitantes del lugar la temían, y eso le hacía sentir poderosa y fuerte. Se codeó con la élite y juntos planearon comerse el mundo, pero el segundo año tuvo que partir (las causas son irrelevantes para este cuento) a una nueva aldea. Sus padres se lo pusieron fácil (por amor, claro) y le regalaron un castillo enorme y precioso para ella sola. Un palacio donde sólo tenía que preocuparse de mirarse al espejito mágico todos los días y adorarse cada día un poco más, mientras sus criados limpiaban y los príncipes más altos y más guapos de los alrededores le hacían la corte. Ese año también le fue bien.

Pero el tercer año (por motivos que también son irrelevantes) las cosas cambiaron. Tuvo que abandonar su hermoso palacio para instalarse en un piso, a las afueras del centro. No le hacía gracia la idea. Pronto apareció el primer problema, una compañera de piso. Una plebeya medio hippie de una aldea lejana que adoraba a las brujas, a los enanitos saltarines, a las princesas encantadas, a las hadas y a los elfos. Y aunque no le gustaban los ogros, los príncipes azules o las princesas presumidas y arrogantes, trataba de no inmiscuirse en la vida de nadie. No era una doncella esbelta, ni guapa, ni especialmente ordenada o responsable, pero llevaba años deambulando por lugares diferentes y nunca había sido excesivamente problemática.

Las primeras semanas se entendían, incluso, contra todo pronóstico, empezaron a compartir ciertas historias y anécdotas. Pero pronto surgieron los malentendidos, las rivalidades y los desplantes. La doncella mantuvo la calma, hasta el punto de permitirle a la princesa ciertos desaires y comentarios despectivos sobre su familia, sus amigos o su estilo de vida. No quería batallas campales en su propia casa, por lo que más de una vez intentó hablar con ella obteniendo por respuesta indiferencia y altanería desmedida. La princesa se recluía en sus aposentos día tras día, mirándose el ombligo frente a su querido espejo. Se escurría por los pasillos sin hacer ruido y sólo de vez en cuando se dignaba a dirigir la palabra a la plebeya para darle órdenes o acusarla de robar comida de la gran despensa. La doncella, cansada de las tonterías, un día se alzó en armas y atrincheró su cuarto, a la espera de cualquier señal que diera paso a la batalla final.

La princesa marchó unos días a su país, desde donde movilizó a altos mandos del ejército de tierra para asediar la casa y conseguir echar a la joven. Planeó la estrategia perfecta para ello y la llevó a cabo con minucioso cuidado. Pero la doncella no se rindió jamás, siguió defendiendo batalla tras batalla sus principios y su dignidad.

La princesa, angustiada por su falta de control sobre la situación, por el poco valor que ahora tenían su hermosura, su arrogancia, su orgullo, su dinero o su casta noble, se encerró en su dormitorio y no salió durante semanas...

Y así fue como la princesita del País de las Maravillas descubrió que en el mundo real hay lugar para todos y que ella no era mejor que nadie. Y la doncella aprendió que cada persona tiene su historia y que no vale ser siempre la buena del cuento...

A día de hoy, todavía pueden escucharse algunos cañonazos en mitad de la noche...

(PD: Por supuesto, que ni la princesa era tan mala ni la doncella tan buena...)