sábado, enero 15, 2005

Echar de menos

Es cierto. Siempre se echa de menos. Siempre hay algo que extrañar, o a alguien. Estemos donde estemos siempre echaremos en falta aquello que dejamos atrás. Siempre miraremos con cierta nostalgia el camino recorrido, los tesoros encontrados y perdidos, los que pudimos tener y no tuvimos. También los que no nos permitieron tener. Puede que sigamos derramando alguna lágrima durante años, que no seamos capaces de borrar ese nombre, esos labios, esa sonrisa, aquellas promesas, aquellos bailes... Aquel lugar donde nos conocimos, al que viajamos o planeamos viajar.

Siempre se echa en falta lo que no se tiene, lo que no se ve ni se siente próximo. Es ley de vida. Y duele, vaya si duele.

A veces nos resistimos a la idea, nos obcecamos en mantenerlo todo bien atado, en no dejar que nada cambie, sobre todo si ello conlleva algún sufrimiento para nosotros (sí, todos actuamos de manera egoísta en estos casos). Pretendemos conservarlo todo, encadenarlo a nuestra vida, evitar a toda costa el desprendimiento final. Pero es inútil. Todo es inútil cuando se trata de alterar el curso normal de las cosas, o de las personas. “Cuando alguien siente que necesita volar es mejor no tratar de cortarle las alas. Si se tiene que caer, se caerá. Si tiene que volver, volverá. Y si tiene que desaparecer para siempre, también lo hará.”. Todos necesitamos nuestro espacio, nuestra velocidad, nuestros mapas y tesoros, nuestros tropiezos y ritmos de aprendizaje. Puede que durante un tiempo compartamos el espacio con alguien, los mapas parezcan casi calcados y los tesoros y metas suenen igual. Pero, seamos realistas, es muy difícil que coincidan exactamente durante todo el viaje. Por eso es lógico comprender que nada permanezca siempre inalterable, que nos guste o no, dejaremos atrás muchas cosas, a muchas personas, y seguramente las echaremos de menos. Seguro.

Otras veces, por aquello de evitar el dolor futuro, tomamos la decisión de no implicarnos, de no poner ilusiones en algo que suponemos que tarde o temprano terminará, desaparecerá de nuestra vida dejando un gran vacío (por aquello de que “nada permanece”). Son muchas las personas que por miedo a sufrir, o a perder algo valioso, acaban por perderse lo más maravilloso que vivían o podían haber vivido. Y es respetable, tanto como involucrarse hasta las cejas, dejarse llevar siempre por los sentimientos y arriesgarse cada vez que se tiene la oportunidad, pero resulta absurdo. Sufrir, sufriremos todos, de una forma u otra. Y no me cabe la menor duda de que en esta vida, que además es la única que tenemos, entre muchas otras cosas, también hay que sufrir (aunque no más de la cuenta). Y podemos inventarnos todos los mecanismos de defensa que queramos, todas las estrategias y excusas que quepan en nuestra mente para intentar impedirlo. Huir cuando empecemos a sentir algo por alguien, poner distancia de por medio, desaparecer, racionalizar hasta el extremo... Nunca serán suficientes. Y si lo son para alguien, que triste vida la suya (siempre hablo desde mi punto de vista particular), pues no sólo no es capaz de asumir el dolor como parte de la vida, sino que además se pierde todas las cosas maravillosas que ésta pone a su alcance por miedo al dolor que su pérdida le pueda ocasionar. El miedo se come la vida, y sin vida, no somos nadie.

Todos echamos de menos a alguien, y seguiremos echando de menos aunque sea sólo en momentos puntuales, aunque duela cada vez menos. Incluso aquellos que no quisieron, que se protegieron de sus propios sentimientos, se preguntarán lo que podía haber sido, lo que hubiera pasado si no hubieran tenido tanto miedo, si se hubieran arriesgado, y puede que lloren entonces más que nunca (que lloremos entonces). Y lo peor es que NO SE PUEDE VOLVER ATRÁS. Pero ante todo, hay que ser coherente y consecuente con las propias decisiones. Si decidimos arriesgarnos, aceptar el dolor cuando llegue (si llega) y pensar que valió la pena. Y si no, aceptar que puede que nunca volvamos a tener esa oportunidad y seguir adelante, a lo que venga.

Cuando estuve en El Salvador, y disculpa que me ponga autobiográfica (nunca he pretendido que esto se convirtiera en una especie de autobiografía), tuve miedo de implicarme emocionalmente con las personas que conocí porque sabía que cuando volviera a España las extrañaría, y sentiría un gran vacío en mi interior. Pero me arriesgué, me dejé llevar, no me puse barreras ni reprimí lo que nacía dentro de mi. Quería vivir la experiencia, aun siendo consciente del dolor que sentiría más tarde. Y lloré, ya lo creo que lloré. Les echo de menos cada día que pasa. Pero no me arrepiento, porque todo el amor que sentí, que di y recibí, supera con creces el sufrimiento. Valió la pena. Y lo mismo sucede cuando conocemos a alguien especial y nos enamoramos, cuando cambiamos de ciudad y descubrimos gente nueva que tarde o temprano dejará de estar a nuestro lado, cuando rompemos una relación o empezamos a sentir algo diferente por alguien.

Podemos encerrarnos en nosotros mismos e intentar por todos los medios que los sentimientos no nos controlen, no dejar que nadie atraviese el umbral de la puerta y ver la vida desde lejos, sin implicarnos demasiado, por lo que pueda pasar. Siempre encontraremos motivos razonables para justificar nuestro miedo, a lo desconocido, a lo conocido, a la realidad o a nuestros propios sueños. Los seres humanos tenemos la capacidad de racionalizarlo todo. Y muchas veces funciona.

O podemos armarnos de valor y salir ahí fuera, emborracharnos de ilusiones, de alegrías y penas, sentir cada una de las cosas que somos capaces de sentir, descubrir nuevas formas de amar, de sufrir, de reír, de llorar. Podemos empezar a asumir la realidad de las cosas (“nada permanece; todo fluye”) y usarlo a nuestro favor, “Carpe Diem”. No quedarnos estancados pensando en cuando él ya no esté a nuestro lado, sino estar a su lado; en cuando ella vuelva a Valencia o se marche a París otro año, sino estar con ella. En que algún día pueden dejar de amarnos o abandonarnos, sino amar hasta entonces. En que, si nos ponemos así, la vida se acaba, todos desaparecemos tarde o temprano, nada permanece ni es eterno o infinito, ni siquiera el amor, sino vivir, permanecer mientras podamos y queramos y disfrutar mientras lo hacemos.

No estoy diciendo que haya que cometer locuras todo el tiempo (aunque sí parte de él), dejarse arrastrar siempre por las pasiones, los impulsos o apetencias esporádicas y ocasionales. No. No estoy defendiendo el libertinaje y la sinrazón (y quien me conozca lo sabrá bien). Sólo digo que, teniendo las cosas claras, nuestras metas, capacidades y limitaciones, conociéndose uno mismo y respetándose, podemos, debemos, concedernos el regalo de vivir, aunque lloremos, aunque suframos, aunque echemos de menos. Porque vale la pena. Porque cuando lleguemos al final del camino, lo que hayamos vivido hasta entonces será lo único que nos quede, la única prueba de que hemos estado aquí y no hemos perdido el tiempo escondiéndonos bajo las sábanas del miedo.

¿Cuántas veces hemos perdido a alguien por miedo a perderle y echarle de menos después? ¿Cuántas hemos evitado sentir algo por alguien que no permanecería por mucho tiempo a nuestro lado? ¿Cuántas veces nos hemos puesto barreras a nosotros mismos o hemos esquivado nuestros propios sueños por miedo a sufrir? ¿Cuántas veces nos hemos negado el regalo de vivir?... ¿Cuántas veces te has callado un “te quiero” por miedo a la respuesta? ¿Cuántas veces has salido corriendo? ¿Cuántas te has quedado con las ganas de regalar un beso o compartir una canción? ¿Cuántas veces te has enamorado de verdad, o has sentido mariposas en el estómago? ¿Cuántas te has dejado llevar, sin miedo?... ¿Cuándo fue la última vez que te sentiste realmente vivo?... ¿Y a qué esperas para empezar a hacerlo?... Esas son probablemente las únicas cosas que nunca podremos perder, porque no son materiales, tangibles, porque están dentro de nosotros y harán que nos sigamos emocionando hasta el último momento.

Por todo esto, no me arrepiento ni lo haré jamás, de haber amado siempre como si fuera la última vez, de haber llorado como si algo se resquebrajara en mi interior, de haberme dejado llevar cuando lo he hecho. De haberme alejado por un tiempo, el que fuera necesario, cuando he sentido que debía hacerlo. De haberme arriesgado, de haberlo intentado... De haber sido fiel siempre a mis sentimientos, aunque ello significara sufrimiento. De echar de menos a cada una de las personas que han pasado por mi vida y me han hecho sentir un poco más viva... Y lo seguiré haciendo, porque no tengo miedo. Ya no. Porque TODO lo que he vivido, para bien o para mal, ha merecido la pena. De eso no me cabe la menor duda.

Y si no fuera así, lo echaría de menos.